A veces puedo
imaginarme de grande, en cierto momento del día, con cierta gente, haciendo
determinada cosa, una cosa que me gusta. Algo que sueño con lograr, una cosa
que quiero vivir. Esa es la parte del futuro que de verdad me entusiasma, a la
que aspiro llegar, lo que me da motivación para seguir y hacer las cosas lo
mejor que puedo desde ahora. Me ayuda a enfocarme para dar todo de mí. Me
gustan sus consecuencias, aunque el proceso en sí pueda ser largo y hasta
incluso pesado.
Pero también puedo
verme fracasando. Puedo verme haciendo las malas decisiones. Yendo por los
malos caminos. Los fáciles porque es más fácil desviarse; es tentador. La
diferencia es que no tienen consecuencias alegres ni mucho menos, fáciles. Y
pensar en que existe esa posibilidad, la de terminar mal, la de no llegar y en
vez de eso fracasar, me pone muy mal.
A veces no puedo dejar
de pensar en esta segunda opción. Y así desencadeno un montón de pensamientos
que definitivamente no ayudan a hacerme sentir mejor. Me estanco y me maquino. ¿Lo
peor de todo? Soy yo la que piensa esas cosas, la que se tira para abajo. Soy la
que no quiere verme triunfar. Soy la que más busca arruinar mis sueños. Cuando
soy mi enemiga, soy mi peor enemiga. A veces me pongo a pensar si de verdad
seré yo, o alguien que usurpa mi lugar momentáneamente. Porque a ver, yo sí
quiero cosas buenas para mí, yo sí
quiero lograr lo que ambiciono, yo sí
quiero seguir adelante.
¿Entonces?
Entonces no puede ser
que sea yo. Es alguien más que suele meterse dentro de mí y a veces logra
controlarme. Me maneja como quiere, hasta que lo puedo sacar. Es un visitante, no un residente. Se tiene que ir. Ya le llega la hora, que se vaya. Y así vuelvo a la
normalidad.
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